Las competencias no son un “invento” de hoy o una importación novedosa de terminología curricular. Ellas “existen como tales desde el surgimiento del ser humano, porque son parte de la naturaleza humana en el marco de la interacción social y el ambiente ecológico” (Tobón, Pimienta y García, 2010). Están presentes en todos lugares y circunstancias, allí donde sea necesario solucionar algún problema o lograr determinados propósitos. Lo que hacen los sistemas educativos es explicitar en el currículo las competencias que deben desarrollar los estudiantes para tener aprendizajes de calidad y útiles para su vida. Algunas de esas competencias pueden ser comunes de un país a otro. Es lo que sucede, por ejemplo, con la comprensión de textos, la producción de textos, la resolución de problemas o la indagación científica. Otras, en cambio, pueden aparecer en algunos currículos y en otros no. También puede darse el caso de que algunas competencias se desarrollen con más énfasis que otras, según las intencionalidades del sistema educativo. Incluso, aun cuando en algunos currículos no se opte explícitamente por el desarrollo de competencias, al leer los propósitos de aprendizaje se llega a la conclusión de que se trata en realidad de competencias. O también sucede que algunos países opten explícitamente por el desarrollo de competencias, pero utilicen otros términos para organizar los propósitos de aprendizaje. “Esto explica por qué los sistemas educativos de algunos países como España, Argentina, Panamá, etc., redactan sus intencionalidades de aprendizaje manteniendo la denominación de objetivos, aun cuando su propósito sea desarrollar competencias” (Flores, 2014).
En el Perú, las competencias se incorporan en el currículo en los últimos años del siglo pasado, con los programas de articulación entre los niveles de Educación Inicial y Educación Primaria y con la implementación del Plan Piloto de Bachillerato. Flores (2014) realiza un recuento histórico de la inclusión de las competencias en los currículos de fines del siglo XX y comienzos del presente, así como de los matices que fue adquiriendo el término de un tiempo a otro. Desde aquel entonces ya existía la decisión explícita de cambiar los enfoques del currículo. Por eso “se desarrolla un proceso de sustitución de un currículo por objetivos, centrado en la transmisión de contenidos conceptuales a otro currículo por competencias que permite desarrollar los contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales en un todo articulado y coherente” (Minedu, 2001). Durante la primera década del presente siglo se sigue manteniendo las competencias en el currículo, aunque se agudizan las discusiones sobre los componente curriculares de la competencia o sobre la pertinencia o no de desarrollar competencias desde todas las áreas curriculares. Esto dio origen a diversas propuestas curriculares, especialmente en educación secundaria, que se implementaron simultáneamente en una misma institución educativa, causando zozobra en el profesorado. Se debe añadir, además, que las propuestas curriculares y sus elementos eran disímiles de un nivel a otro, especialmente entre primaria y secundaria, diferencias que se extendían hasta el sistema de evaluación.
Estas “osadías” curriculares debieron culminar con la promulgación de la Ley General de Educación 23384, mediante la cual se establece la educación básica que comprendía los niveles de educación inicial, educación primaria y educación secundaria; y que, por consiguiente, demandaba una articulación curricular entre los tres niveles. Sin embargo, el 2004 se publica el Diseño Curricular Básico de Educación Secundaria, cuyas intencionalidades de aprendizaje se expresaban en capacidades fundamentales, capacidades de área y capacidades específicas. Esta forma de organización curricular fue totalmente distinta a las anteriores aun cuando en el fondo se seguía sosteniendo que la intencionalidad última era el desarrollo de competencias. Recién hacia el año 2005, con la publicación del Diseño Curricular Nacional de la Educación Básica Regular
(DCN, subtitulado En proceso de articulación) se manifiestan los primeros intentos de articulación entre inicial, primaria y secundaria. En ese documento se plantean logros de aprendizaje que articulan los tres niveles y que, a la postre, darían origen a las competencias que se propone en cada área curricular en el DCN, aprobado el 2009, y vigente, en parte, hasta el presente año. Este largo proceso de avances y retrocesos, que incluye también al intento fallido de establecer un Marco Curricular Nacional organizado a partir de “aprendizajes fundamentales”, decantó en lo que hoy es el Currículo Nacional de la Educación Básica, aprobado mediante Resolución Ministerial Nro. 281-2016-MINEDU.
Precisamente, este largo proceso de instauración de las competencias es lo que ha ocasionado ciertos cuestionamientos sobre su implementación. Hay quienes sostienen la inutilidad de su aplicación debido a que después de varios años de haberlas incorporado en el currículo no han dado los resultados que se esperaba. Incluso, se argumenta que por desarrollarlas se descuida el tratamiento de los contenidos disciplinares requeridos para los exámenes de admisión a las universidades. Este argumento pone al descubierto ciertas inconsistencias respecto a lo que significa realmente desarrollar competencias. Se cree, por ejemplo, que por enfatizar en el desempeño (saber hacer) de los estudiantes se descuida el conocimiento (saber), cuando es imposible desarrollar competencias sin conocimientos. Como dice Coll (2007): “para adquirir o desarrollar una competencia (…) hay que asimilar y apropiarse siempre de una serie de saberes asociados a ella y, además -no en lugar de-, aprender a movilizarlos y aplicarlos”. Esto quiere decir que en un enfoque por competencias, los
conocimientos se construyen de manera más significativa, pues se aprenden como necesidad de solucionar un problema o lograr un propósito; por lo tanto, se incorporarán de manera no arbitraria a los esquemas cognitivos y podrán ser utilizados cuando sean necesarios. El conocimiento resulta, pues, “imprescindible para la comprensión de la realidad, pero siempre y cuando se asuma que la aplicación de un conocimiento parcial de la realidad no llegará a constituir una acción competente si no se ha aprendido a intervenir en situaciones de la realidad global, cuya esencia es la complejidad” (Zabala y Arnau, 2007).
Sin embargo, el problema no solo se presenta con los detractores de las competencias, sino también con quienes las aceptan de buena gana, pero tienen una idea tergiversada de lo que son y, peor aún, de cómo se desarrollan. En algún momento se llegó al extremo de reducirlas a una formalidad gramatical. Se creyó, por ejemplo, que para formular competencias bastaba con transformar a tercera persona los objetivos que estaban redactados en infinitivo. O también se tenía la idea de que solo se trataba del cambio de un término por otro. Y en el entendido de que solo se trataba de un cambio de términos, se trataba de explicar la lógica de un currículo con la terminología de otro. Incluso, se hacían equivalencias entre una categoría y otra, y cuando no se encontraba un término equivalente, se lo inventaba o se hacía convivir, forzadamente, a las categorías de distintas propuestas curriculares. Esto aún se observa en los proyectos curriculares de algunas instituciones educativas que han creado un híbrido curricular mezclando términos disímiles como capacidades fundamentales, aprendizajes fundamentales, competencias, capacidades de área, capacidades específicas, etc. Esto ha traído como consecuencia una aplicación tergiversada de los enfoques curriculares y, lo que es peor, una incertidumbre del profesorado que no sabe cómo operar con esas enmarañadas construcciones curriculares. No se puede explicar un currículo con la terminología de otro y menos hacer convivir sus categorías en una propuesta híbrida.
Claro está, entonces, que implementar un currículo por competencias no se trata de un simple cambio de terminología, sino que demanda, sobre todo, un cambio de concepción en la forma de entender el aprendizaje y la enseñanza. No basta con comprender qué son las competencias, sino de tener un claro entendimiento del enfoque curricular que, a la postre, condiciona la práctica pedagógica. El enfoque curricular orienta sobre las estrategias que se debe seleccionar para lograr los propósitos de aprendizaje, sobre la forma como utilizar los medios y materiales y, lo más importante, sobre la forma de verificar que los estudiantes realmente han aprendido. No se puede desarrollar competencias en la escuela si es que no se ha entendido el enfoque. Esto se aprecia, por ejemplo, cuando en el área de Comunicación se desea desarrollar la competencia de producción de textos; sin embargo, se siguen realizando clases descontextualizadas de ortografía o gramática. O también en el área de Matemática, cuando el propósito es que los estudiantes adquieran la competencia de resolución de problemas; no obstante, se sigue enfatizando en el desarrollo de ejercicios aislados y mecánicos para aplicar fórmulas o algoritmos. Esto sucede así porque el profesor ha asumido que debe desarrollar competencias; incluso, es consciente que debe evaluar competencias, pero como no ha entendido el enfoque, continúa con la práctica tradicional de desarrollar contenidos disciplinares; y cuando “evalúa” una competencia, lo que hace en realidad es diseñar una prueba para comprobar si los estudiantes han aprendido los contenidos implicados en la competencia, pero no evalúa su desempeño. No se trata, entonces, de cambiar un término por otro y continuar haciendo lo mismo. Se trata más bien de un cambio de concepción, de tener una nueva perspectiva para entender y hacer las cosas. Es necesario comprender los enfoques, no solo del currículo, sino también del área curricular que se tiene a cargo para que la práctica pedagógica sea coherente con el desarrollo de competencias. Caso contrario, solo se tratará de un simple decorado de la situación, pero no se afectará la cultura pedagógica tradicional. Suele ocurrir frecuentemente que cuando se cambia de currículo, el profesorado se preocupa más por los formatos, por la equivalencia de términos, pero le resta importancia al sustento teórico que explica tales cambios; por ello, lo primero que se revisa son las mallas curriculares o los cambios en los formatos, cuando lo primero que se debe revisar son los fundamentos que justifican los cambios y sustentan al propio currículo, solo así se entenderán los cambios que requiere la práctica pedagógica.
Flores, E., Sandoval, J. y Cancapa, R. (2018). La evaluación de competencias en el aula. Fundamentos y procedimientos. Lima.
El MED. debería fortalcer la capacidad docente en el MDD.